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El papanatas de Clay Jensen

Si Por trece razones es analizada alguna vez por Garyx Wormuloid en Earthling Cinema, no me cabe la menor duda de que será definida como una serie en la que un protagonista papanatas con cara de papanatas y ademanes de papanatas, rodeado de compañeros de instituto imbéciles y a cuál más tonto, se dedica a dar palos de ciego de un lado para otro mientras pone cara de gaznápiro y actúa como un completo y absoluto papanatas. Dicho esto, volvamos a empezar.

 

El producto cultural adolescente —y no digo juvenil porque de eso hablaremos otro día— juega un papel vital en aquellos medios narrativos en que está presente. Hace unos meses escribía en Start sobre su importancia a la hora de educar a su público y hacer avanzar a sus respectivos medios. No obstante, esto es algo opcional, independiente del éxito de la obra y de la que muchos productos, en tanto que precisamente productos comerciales, ni siquiera se preocupan. La característica que sí cumplen la mayoría de ellos es que apelan a nuestro adolescente frustrado, que pasó por el instituto casi siempre con más pena que gloria. Son historias que le intentan dar a su público todas esas aventuras que nunca experimentó, los besos que nunca le dieron y, en fin, los años que se fueron y que no se parecieron en nada a la ficción.

 

No en vano, una parte significativa de los consumidores de young adult es precisamente adulta en edad y, medio a escondidas, encuentran irresistiblemente atractivo verse identificados en un personaje que vive todo aquello que no pudieron sentir en primera persona porque, de hecho, nadie lo sintió. El público propiamente adolescente que, por edad, podría aún vivirlo, también recurre a estas historias porque en su instituto cochambroso y mediocre esas cosas nunca pasan. Ni siquiera en los institutos estadounidenses. Es todo simple y llanamente mentira; pura ficción. Y no es algo necesariamente malo. Esas obras que calman nuestra sed interior de fan service en forma de besos y miraditas adolescentes no son siempre bodrios infumables. Yo mismo me siento irremediablemente atraído de vez en cuando. A veces, simplemente, caigo. Leí Ciudades de papel, de John Green, hace unos años. No me pareció especialmente bueno, pero durante mucho tiempo y hasta que hace unos meses me hice con una copia de La verdad sobre el caso Harry Quebert, pocos libros me obligaron a leer durante horas hasta querer acabarlos. Ahora no sé si estoy muy orgulloso de haber hecho que esas dos novelas aparezcan juntas en una misma frase. En fin. El caso de Por trece razones es muy similar.

 

 

No me malinterpretéis: veo perfectamente que la preocupación principal de la serie es tratar temas harto peliagudos y escabrosos. La cuestión es que, entre todos esos flashbacks y raccontos, sigue habiendo retazos de una relación romántica adolescente de las que nadie vive (nadie trabaja en un cine, ve eclipses desde la azotea, es tan bien recibido en esas fiestas y puede liarse con la chica en la habitación de la anfitriona). Dice Alain de Botton que la fantasía sexual no es más que el sincero reconocimiento de la belleza y el atractivo que hay en aquello que no tenemos y jamás tendremos. De algún modo, creo que la lectura de novelas adolescentes viene a cubrir esa necesidad de encauzar subrepticiamente algunos de esos reconocimientos.


«Dice Alain de Botton que la fantasía sexual no es más que el sincero reconocimiento de la belleza y el atractivo que hay en aquello que no tenemos y jamás tendremos. De algún modo, la novela adolescente tiene algo que ver con todo eso»


La gran diferencia es que, pese aborrecer como el que más el final de Ciudades de papel en ambos formatos (novela y filme), al menos tenía un final. Calmaba esa sed de aventura y locura adolescente y proponía sus ideas. Daba una conclusión que tenía unas implicaciones, cerraba sus reflexiones temáticas, acababa de sugerir las ideas que quería transmitir, y a otra cosa. Fin. Mientras veía Por trece razones estaba constantemente pensando en muchas comparaciones con otras obras, en lo que me estaba gustando, en lo que no y en lo delicada que sería su conclusión temática. Resulta que, al día siguiente de acabarla, ya no pensé en la serie mientras iba a la universidad; ya no divagaba sobre tal o cual aspecto mejorable. Acabó y no me hizo pensar en todos esos temas tan delicados que quiere tratar. Solo quedó el romance folletinesco juvenil. Se había acabado, y la serie me había dejado tan vacío como antes de verla. Fue como viajar en el tiempo a la noche en que, en vez de poner Match Point, acabé viendo el primer capítulo con mi hermana.

 

Frente a todo lo que había antes, la principal novedad que aporta Por trece razones es que, bajo esa cobertura de serie young adult, afronta temas serios, diría que con relativo tino. En mi caso no me llegó, pero hay mucha a la que sí, y me alegro. No sé si romantiza el suicidio, si condena mucho o poco la cultura de la violación, si retrata fielmente un instituto americano como para tomárnoslo en serio o si Life Is Strange lo hizo antes y mejor. Es algo sobre lo que ya hay un debate en curso, se ha escrito bastante al respecto, gente mucho más idónea lo ha comentado y, a decir verdad, no tengo una opinión sólida. Como aquello que puede decirse, puede decirse con claridad, mientras que de aquello que no puede hablarse, mejor callar, prefiero escribir acerca de Por trece razones desde una óptica meramente narrativa; y, de paso, rescatar del olvido alguna novela interesante. Spoilers ahead, claro está.

 

No es ninguna novedad, pero esta es una de esas historias en las que existe una dicotomía entre el protagonista y el personaje principal. Clay Jensen, por un lado, y Hannah Baker, por otro. La historia no podría existir sin Hannah, puesto que es el personaje principal y todo gira en torno a ella, desde la acción hasta los temas. Clay, sin embargo, es totalmente prescindible. Su presencia en las cintas, de hecho, roza el ridículo y supone un ejercicio de melosidad empalagosa. El asunto estriba en ¿por qué elegir como protagonista al papanatas de Clay Jensen? La respuesta es sencilla al principio y deviene en un misterio insondable poco después. Reconozco que, nada más empezar la serie, me sentí extrañamente ligado a él: retazos de su personalidad, algunos de sus gestos, sus sudaderas, esa manía de ir a todas partes en bici… Clay Jensen está ahí para que el espectador empatice con él, sienta su rabia, su desesperación, su frustración y su alegría —por poca que haya—. De nuevo, esto no es ninguna novedad: la ficción lleva haciéndolo desde siempre. Poner a un personaje simplón, ligeramente atractivo, avispado, pero no un intelectual, inteligente pero no un sabelotodo, algo asocial, con poco éxito en el amor. Peter Parker, Harry Potter… En definitiva, un personaje que descubra todo al mismo ritmo que nosotros. Funciona a la perfección, pero para eso tu personaje tiene que estar, primero, medianamente definido; segundo, si de verdad vamos a descubrir la historia a la vez que él, entonces tiene que ser todo, no puede haber excepciones en favor del cliffhanger fácil. Por trece razones incumple ambas cosas.


«El personaje casi en blanco funciona a la perfección, pero para eso, primero, tiene que estar medianamente definido; segundo, si de verdad vamos a descubrir la historia a la vez que él, entonces no puede haber excepciones en favor del cliffhanger fácil»


Bajo el pretexto de que cualquiera pueda sentir en sus carnes lo mismo que Clay, el personaje acaba estando dibujado por cuatro rasgos desgarbados y mal trazados. En el capítulo cinco (más de cuatro horas de metraje) aún no sabemos ni mucho ni poco de Clay Jensen. Es inteligente, pero ¿qué lee? ¿Qué quiere estudiar? ¿Comparte la pasión por la literatura de su padre? ¿Le tira más el Derecho, por influencia de su madre? ¿Las matemáticas? ¿El cine clásico? ¿El rock? ¿Escribir? ¿Jugar a videojuegos? ¿Sus deficiencias sociales están justificadas por…? ¿Tiene un expediente realmente brillante? No sabemos absolutamente nada. Que no tiene demasiados amigos, que estaba enamorado de Hannah Baker y que, bajo sugestiones severas, se comporta como un sociópata —y no exactamente high-functioning—.

 

Sobre el papel, la idea de tener un personaje que sea un folio en blanco no está mal. Lo que pasa es que hasta el más impoluto de los folios tiene unas dimensiones concretas, ha salido de un paquete que ha sido fabricado por una empresa concreta, que a su vez le ha comprado los materiales a un leñador concreto de un lugar concreto, y, dependiendo de si el paquete acaba en manos de un matemático o un literato, el resultado será totalmente diferente —excepto si ese alguien es Paolo Giordano, supongo—. Para personajes vacuos y simplones que sirvan como máscara a nuestra propia mirada ya está el videojuego; aquí venimos a por algo con un poco más de fuste. Ante la postura de tener un personaje adolescente del estilo de Clay Jensen, hay dos opciones: o se define lo suficiente como para que se sienta real y se dejan los huecos justos para el espectador; o, por el contrario, lo definimos hasta la última de sus manías y hacemos que la obra solo tenga sentido para una parte más reducida del público. Ambas opciones me parecen igual de válidas si se hacen bien, pero hay que decidirse.

 

Al primero de esos grupos pertenecería, sin duda, Greg Gaines, el protagonista de Yo, él y Raquel (Me and Earl and the Dying Girl), un chico desgarbado, raro y algo pesimista que graba cortos con su amigo Earl en sus ratos libres. Su familia es rara, tiene un padre que es la caricatura de la caricatura de un sociólogo, las relaciones con la familia de Earl son tensas, y todo gira en torno al tema de la leucemia que tiene su nueva amiga, Rachel. El tema de la leucemia es a Yo, él y Raquel es lo que el suicidio a Por trece razones, y aunque casi nadie se identifique con Greg, todos somos capaces de entenderlo. Es alguien concreto, y permite que la historia nos llegue. En el segundo de los grupos, en de los personajes concretados hasta la última de sus manías, estaría Daniel Ortiz, el protagonista de Yo, la novela de Jordi Sierra i Fabra (por cierto: cualquier comentario de quien la haya leído es bienvenido, porque está prácticamente desaparecida y empiezo a pensar que el libro es producto de mi imaginación). Daniel Ortiz es un chico muy pero que muy rarito que quiere ser escritor, tiene una seria obsesión con hacer listas, aborrece el fútbol y, a sus diecisiete años, nunca se ha masturbado. Es una novela que me encontré por casualidad en la biblioteca cuando tenía quince años y me marcó como pocos libros me han marcado. No es lo mejor que he leído, ni mucho menos, pero era una novela escrita para mí. En aquel momento yo era Daniel Ortiz. Es una obra que está dirigida a un público muy concreto y sirve un propósito concreto: dar esperanzas. Daniel Ortiz es todo lo contrario al personaje-espectador que buscaría una obra que intenta llegar a un público lo más amplio posible, pero a quien le llega, le llega muy bien. De hecho, Sierra i Fabra lo sabe perfectamente y tiene otras novelas, como El oro de los dioses, que están dirigidas a un tipo de persona concreto y, cualquier otro lector, las dejará a medias.

 

 

Clay Jensen, en cambio, es algo así como la definición de Leibniz de la unidad imaginaria: un anfibio entre el ser y la nada. No es lo suficientemente concreto ni lo suficientemente abstracto. A ratos no es, y acaba actuando siguiendo una lógica obtusa que hace que uno quiera darse de cabezazos contra la pared. Creo que queda claro que se salta olímpicamente la primera de las condiciones, la de que el personaje debe estar medianamente definido. La segunda condición es que si optamos por un personaje-espectador para que el público descubra las cosas al mismo ritmo, entonces el guion no puede hacer trampas y ocultarnos cosas para generar revelaciones efectistas. En ese sentido, es interesante acudir a la ópera prima de Eduardo Mendoza: La verdad sobre el caso Savolta.


«Clay Jensen es algo así como la definición de Leibniz de la unidad imaginaria: un anfibio entre el ser y la nada»


Su protagonista, Javier Miranda, es también uno de estos personajes-lector que nos guían a través de la historia y que no hacen alarde de una complejidad brutal. De hecho, La verdad sobre el caso Savolta comparte un par de rasgos con Por trece razones. En primer lugar, existe esa dicotomía entre protagonista y personaje principal, que en este caso se traduce a la relación entre Javier Miranda, el ayudante de un abogado en la Barcelona de los años 20, y Paul-André Lepprince, el interesante extranjero llegado de Francia que asciende rápidamente en el escalafón social hasta convertirse en la mano derecha de Eduardo Savolta, un industrial barcelonés enriquecido durante la Primera Guerra Mundial. En segundo lugar, su final da al traste con todo lo que nos había hecho creer. Miranda narra lo ocurrido en pasado y en ocasiones hace pequeños juicios de valor en los que asegura arrepentirse de haber hecho tal o cual cosa, pero el lector siempre lo ve todo desde la perspectiva del Javier Miranda que vive los acontecimientos en ese momento. Existen otras tramas, sí, y la novela comienza intercalando flashforwards para adelantarnos que algo ocurrirá al final, pero su gran revelación funciona porque juega con la idea de que, desde la perspectiva de Miranda, el engaño era impensable. Lo vemos todo desde sus ojos, creemos en la bondad de Lepprince y confiamos en su amistad. Andrea Camilleri hace lo mismo en Ardores de agosto: nos mete primero en la piel del brillante cincuentón Salvo Montalbano para luego enseñarnos que hemos sido utilizados. En La verdad sobre el caso Savolta la revelación final es un brutal giro de los acontecimientos que nos hace sentir tan ingenuos como el propio Miranda.

 

En Por trece razones existe esa constante duda detrás de la oreja de que, tal vez, todo lo que cuenta Hannah en sus cintas, sea mentira. En cierto modo es «su verdad», y tal vez no sea absolutamente objetiva, pero las cosas ocurrieron tal y como ella las narra. Al final, la duda no se materializa. No digo que hubiera sido mejor si todo resultara ser mentira, pero la manera en que está planteada la serie hace que veamos a Hannah y a Clay como seres moralmente perfectos. En el caso de Clay, se intenta destrozar —o aderezar— su imagen de nice guy cuando se masturba con la foto de Hannah y Courtney, pero tampoco es algo serio y no vuelve a mencionarse. El caso de Hannah es muy distinto, puesto que es la víctima de una violación y, en general, de una sociedad que le falla. Sin embargo, es difícil de creer que no tuviera secretos, que no hubiera hecho nada mal, que fuera una persona indemne a quien todo acaba saliéndole mal. Al fin y al cabo, parte de sus remordimientos se basan en cosas que ni siquiera han sido culpa suya, como derribar la señal de stop.

 

La señal de stop.

 

Voy a acabar hablando de esto, porque es tal vez el ejemplo más práctico de cómo la serie juega con nosotros e incumple la norma de que Clay y el espectador deberían saber lo mismo. Durante un buen rato del capítulo 11, entendemos que se cargaron la señal de stop y suponemos que han pasado cosas, pero en cuanto nos lo van a decir, cortan. Es algo así como la elipsis de los dos primeros capítulos de Neon Genesis Evangelion, cuando cortan en el momento justo para ocultarnos durante un tiempo cómo ha sobrevivido Shinji a una muerte inevitable. Solo que en Evangelion tiene sentido, mientras que Por trece razones lo hace para que la revelación de la muerte de Jeff nos parezca inesperada. Nos lo parece, sí, porque nos la han ocultado durante toda la serie. De verdad, ¿cómo es que nadie ha mencionado en todo ese tiempo que Hannah no era la primera alumna del instituto en morir en el último año?

 

Supongo que ahora viene la parte en la que evito morir lapidado después de haberme despachado a gusto. Seré sincero: he disfrutado viendo la serie. La he visto con mi hermana y me he reído, me ha enganchado y, ojalá todas las series adolescentes tuvieran las pretensiones de tratar todos los temas que, con mayor o menor acierto, trata esta. Como director, Tom McCarthy ha hecho cosas mejores, pero tanto aquí como en la brillante Spotlight se percibe que le preocupan los temas complicados y que intenta tratarlos como mejor sabe pase lo que pase, y ese es un noble propósito. No soy el público objetivo de este tipo de obras, pero, en conjunto y por vacío que me dejara su final, la he disfrutado.

 

Además: desde que la he visto, Shinji ya no me parece tan tonto; el papanatas de Clay Jensen lo supera con creces.