· 

Crónica de mi fascinación por Otis Milburn

«You need to start with a bang», o eso dice Nathan Brown. En su columna del número de diciembre de Edge, el redactor de la publicación británica insiste en que la frase inicial marca la diferencia entre un texto bueno y uno excelente, y que, muy a su pesar, su apreciación está en declive: «It’s a dying art, the intro, especially online, thanks to Google’s tacit insistence that opening paragraphs should be tailored to search algorithms first, and reader engagement second. The opener is one of print’s few remaining luxuries. It’s vital we get it right».

 

Confieso que tengo una ligera obsesión con los principios y los finales en términos estilísticos. He hablado muchas veces de cómo los Uncharted de Amy Hennig nunca supieron cortar bien a créditos —incluso cuando tenían como ejemplo al mismísimo Spielberg—; o de cómo, por el contrario, Firewatch lo hace bien y cierra con una contundencia aplastante. Casi lo mismo podría decirse de los principios. Decidir qué se enseña primero y por qué es fundamental, más si cabe en la era Netflix, en la que miles de producciones pelean por nuestra atención. Que se lo digan a Paolo Sorrentino, que sólo con el «qué hemos olvidado» de Jude Law en los primeros minutos de The Young Pope ya nos ha vendido la serie entera.

 

Podríamos discutir si Sex Education tiene la mejor apertura posible, pero no podemos negar que sigue a pies juntillas la regla de Brown: empieza, literalmente, con un bang, en el sentido más +18 del término. La secuencia inicial empieza con un recorrido de la casa de Adam, poniendo de relieve lo incómodo del espacio en el que tienen lugar los escarceos adolescentes, furtivos, torpes e inexpertos; una escena erótica protagonizada por la indiferencia de Adam, que recuerda a lo mecánico del sexo en el cine de Bruno Dumont.


«Sex Education sigue a pies juntillas la regla de Brown: empieza, literalmente, con un bang, en el sentido más +18 del término»


Esa primera secuencia presenta a dos de sus personajes, pero no conocemos aún al protagonista de la serie. Todavía dentro de los cinco primeros minutos de metraje, Otis Milburn aparece, con rostro preocupado, despierto —está claro que desde hace rato: la alarma suena, pero él tiene los ojos muy abiertos—, entre hastiado y molesto por lo que va a hacer. Aunque pronto descubriremos a un personaje bien distinto, el Otis de esos tres primeros planos casi recuerda al James de The End of the F***ing World. Por suerte, no tardamos en ver que sus ademanes sociópatas y raritos no son ni tantos ni tan raros. Están alentados por su madre, con la que se turna para psicoanalizar al hombre con el que ha pasado la noche. Si a eso le añadimos escasos segundos después la aparición de Eric y la naturalidad de su primera línea de diálogo, podemos estar de acuerdo en que Sex Education empieza con un bang bastante completo.

 

 

Hay un aspecto que puede pasar inadvertido en la velocidad de la secuencia: sus creadores se preocupan desde el primer momento por definir a Otis, por decir quién es, qué hace, qué le gusta y qué no. Es superficial, pero nada más levantarse se deja ver en la pared de su cuarto un poster de Joy Division. En los siguientes capítulos lo veremos jugando a Mario Kart con Eric, hablando con toda naturalidad sobre la obra de Virginia Woolf o yendo a un cineclub a ver Hedwig and the Angry Inch. En un género como el young adult, donde la indefinición del personaje principal está a la orden del día, es estupendo encontrarse a un personaje del que, de hecho, sabemos algo; un personaje que es, frente al no-personaje que constituye el papanatas de Clay Jensen en Por trece razones o el bobo de Quentin Jacobsen en Ciudades de papel.

 

Este primer contraste frente al conjunto de producciones dirigidas a un público adolescente debería servir para preguntarnos en qué posición se encuentra Sex Education dentro de su propio género. Están aquí todos los tropos y arquetipos que uno se encuentra en la producción adolescente: hay líneas argumentales predecibles antes siquiera de empezar, la serie caricaturiza a sus personajes a sabiendas de que compromete la credibilidad de algunas de sus escenas, no presta especial atención a reproducir el habla adolescente y, por supuesto, su principal preocupación es mantener al espectador enganchado a su trama romántica. Y, sin embargo, Sex Education me gusta porque Otis Milburn me fascina.


«Otis Milburn me fascina»


Me fascina por dos razones. La primera es estrictamente personal. No puedo evitar verme reflejado en él: en muchos de los episodios de su despertar sexual, en sus dinámicas románticas de instituto e incluso en algunos de sus gestos. Aunque todo eso es intencional. El young adult busca que el espectador se identifique con sus protagonistas, que relacione los acontecimientos con sus propias vivencias. Luego los exagera, para que el público fantasee con todas esas cosas que podrían haber pasado, pero que nunca llegaron a tener cabida en la tediosa rutina escolar. Mis introspecciones adolescentes no tienen valor aquí como argumento, pero no puedo evitar sentir auténtico cariño por Otis. Sería engañoso ocultarlo.

 

La segunda razón es que, después de todo, Otis resulta no ser un gilipollas. Es complicado, porque pocos espectadores confiarán en él: se parece demasiado al protagonista típico de estas series como para confiar en que no hará alguna tontería. El momento crítico se encuentra aquí a mitad del capítulo 7, durante la fiesta del instituto. Es cuando suspiramos, porque mete la pata como veníamos temiendo durante toda la serie. La pifia con Ola y luego con Maeve. Afortunadamente, la situación no tarda en dar la vuelta. Su personaje sale bien parado y, con él, toda la serie. Otis Milburn actúa como el mayor representante de la dicotomía que caracteriza a Sex Education como serie dentro de su género.

 

 

Algunas disquisiciones. A grandes rasgos, podemos dividir el young adult en dos conjuntos más o menos claros. Por un lado, el de productos culturales dirigidos a «jóvenes adultos», chicos y chicas en una edad comprendida entre los 15 y los 20. Persiguen fines comerciales y, en cuanto que buscan llamar la atención de un público adolescente, pretenden engancharlos con entornos, lugares y situaciones familiares. Para este primer tipo de productos los temas vienen impuestos por las circunstancias e intereses comerciales. Por otro lado, existe un conjunto de obras con verdadera vocación social, a las que les mueve genuinamente el interés por tratar esos temas y tratarlos bien. Son obras preocupadas por decir cosas relevantes, poner de manifiesto los problemas de la adolescencia y presentar modelos de conducta que no refuercen los estereotipos dominantes.

 

Del primer tipo a uno se le ocurren unos cuantos ejemplos. Del segundo es más complicado, sobre todo porque habría que matizar qué es eso de «tratar bien» un tema. Por ejemplo, ¿trata bien el aborto? El capítulo dedicado a ello recuerda a la forma en que se aborda en Please Like Me. A título personal lo juzgo un éxito, pero seguro que alguien puede argumentar pegas, como que el drama por el que pasa Maeve queda en un segundo plano por la atención centrada siempre en Otis, o que no llega haber una confrontación real con la pareja de antiabortistas de la puerta de la clínica. Voy a dejar apartada esa discusión por hoy.

 

He dicho que el young adult está caracterizado por esa dicotomía que podría resumirse en «de dónde llegan los temas»: ¿hay un interés real o vienen dados por intereses de target? Y, lo que nos ocupa: ¿dónde queda Sex Education frente a esa dicotomía? ¿Dónde queda una serie de Netflix, productora de numerosas series del primer grupo, cuyo motor es enganchar a cuantos más espectadores mejor y aumentar la base instalada de usuarios jóvenes? Sería iluso negar que, en cuanto que producto de Netflix, Sex Education tiene intereses meramente comerciales, supedita los temas a la trama porque busca construir una ficción dinámica y atractiva que nos empuje a continuar viéndola… pero sería igualmente incorrecto negarle que le interesa hablar de lo que habla y lo hace lo mejor que puede.


«Laurie Nunn: "it’s always supposed to be awkward and cringeworthy and truthful". Sex Education logra ser todo eso con creces»


Laurie Nunn, creadora de la serie, reconoce constantemente esa contradicción: sabe quién ha encargado el producto y, a la vez, quiere hablar de lo que le interesa y hacerlo bien. Sabe que la educación sexual no debería venir de una serie de televisión, sino que debería impartirse en las aulas; sabe que no pueden permitirse ser costumbristas y retratar situaciones realistas, porque el show apremia; sabe que sus perspectivas temáticas están limitadas y, con todo, se esfuerza. The Guardian habla de ella en estos términos: «She came to the series with a few issues she wanted to deal with and asked the predominantly female writers (“We had a couple of really brilliant, sensitive men in the room as well”) what information they wished they’d had when they were at school, and soon universal themes began to emerge. A sex educator was in the room too, to ensure they kept to the sex-positive, body-positive message Nunn wanted at the core of the show». Nunn insiste en que todos estos temas debían estar siempre sujetos a la coherencia argumental, pero se percibe un interés real en hablar de ellos. En sus propias palabras: «it’s always supposed to be awkward and cringeworthy and truthful». Y Sex Education logra ser todo eso con creces.

 

Por todo ello, Otis Milburn es el mayor representante de la dicotomía a la que se enfrentan Nunn y su equipo: saben lo que querrían hacer, pero deben hacer concesiones. La escena de la fiesta del instituto, al final del capítulo 7, es el momento crítico en el que Otis cae y se levanta como orgulloso representante de esta contradicción. El golpe es doble: primero viene el rechazo de Ola, a la que compara con una cabra, y luego el de Maeve, que descubre que Otis ayudó a Jackson a salir con ella. Lo interesante aquí es que, primero, Otis mete la pata por la contradicción a la que vive sujeto —la suya y, por extensión, la de la serie— y, segundo, que el arrepentimiento es inmediato.

 

 

La contradicción a la que me refiero viene de que Otis ha construido su personalidad sobre una base claramente antitética, surgida a partir de lo que ha visto en casa y lo que ha visto en el colegio. A diferencia de otros chicos del instituto, criados sobre un conjunto de ideas en casa que son reforzadas en clase, Otis ha crecido en un entorno particular. Su madre trabaja como terapeuta sexual, de modo que, pese a su inexperiencia, ha oído hablar largo y tendido sobre sexo y es más maduro que otros chicos de su edad. La escena de su padre teniendo relaciones sexuales con otra mujer le causó un trauma cuyos efectos son ahora palpables. Su madre se divorció de él a raíz de eso; Otis sabe de lo que son capaces los hombres y su madre se ha cuidado de educarlo en unos valores muy distintos de los que ha encontrado en sus compañeros de clase. Apoya abiertamente a Eric en su forma de vivir su sexualidad, incluso a pesar de que la suya esté reprimida y padezca traumas serios. Otis ha leído a las autoras feministas que tanto le gustan a Maeve y es, en general, mucho más consciente que los jóvenes de su edad. Y, sin embargo, vive una profunda contradicción: para «sobrevivir» en el instituto ha asimilado como verdades de facto muchas de las convenciones sociales que en casa ha aprendido a despreciar. Conoce los comportamientos tóxicos de la masculinidad en la adolescencia, pero choca con la realidad cuando se encuentra a sí mismo en dinámicas sociales cuyas reglas le son ajenas en la práctica.

 

A simple vista, podría parecer que Otis no es muy distinto de los protagonistas típicos de las producciones adolescentes: es «distinto» y «especial», no es popular ni tiene demasiados amigos, y encaja en el rol de chico sensible, inexperto con las chicas («the clear-eyed kid, wise beyond their years, an evergreen trope of teen TV»). Todo eso nos pone bastante alerta. Sin embargo, hay algo que lo distancia del Clay de Por trece razones, del Quentin de Ciudades de papel o del Charlie de Las ventajas de ser un marginado. En ellos la masculinidad se ha desarrollado en una forma de superioridad moral que les hace creer que tarde o temprano serán recompensados —en forma de mujeres—; que su paciencia será reconocida y que las chicas se darán cuenta de que estaban equivocadas: lo que «necesitaban» era un chico dulce y considerado como ellos, naturalmente. 


«En el nice guy de la televisión adolescente la masculinidad se desarrolla en los protagonistas en una forma de superioridad moral que les hace creer que tarde o temprano serán recompensados»


Todos esos personajes padecen los mismos males que Leonard y los demás chicos de The Big Bang Theory. Como apunta Jonathan McIntosh en su famoso videoensayo, todos ellos han sufrido los efectos del machismo en cuanto que se alejan de los cánones de masculinidad. Creen estar por encima de la masculinidad tóxica, cuando en realidad la padecen y la ejercen con resultados casi o incluso más preocupantes que los hombres más «clásicos». Son, empleando el término de McIntosh, los «misóginos adorables» (no encuentro una traducción que incluya el matiz de adorkable). Así, la posición de nice guy de Clay le permite ocultar comportamientos igual de señalables que los chicos que aparecen en las cintas de Hannah; Quentin tiene entre cero y ningún carisma, pero siempre ha tratado bien a Margo, así que se merece algo (spoiler: él cree que sexo).

 

Otis sabe todo lo que está mal en su símil de Ola y la cabra, pero eso no hace menos cierta su comparación a ojos del estudiante de instituto. Otis habita el instituto y se ve obligado a jugar con las reglas que lo rigen; tiene el papel que tiene dentro de esa particular jerarquía social, que existe independientemente de lo mucho o poco que la serie la exagere. Maeve es, desde esa perspectiva, una chica que nunca saldría con Otis y Ola, en cambio, es alguien «alcanzable». El razonamiento es horrible, huelga decirlo, pero es el mismo que llevan a cabo tanto los guionistas como el público; es hipócrita culpar a sólo a Otis cuando el espectador ha pensado lo mismo en algún momento. Así, ante ese pensamiento perfectamente comprensible, Otis es especial porque su arrepentimiento es inmediato. Porque entiende lo que acaba de ocurrir; sabe que ha metido la pata. «Fucking idiot!», se dice a sí mismo mientras Ola abandona la habitación.

 

 

¿Cómo reaccionaría Clay Jensen? Pondría cara de no entender lo que pasa, porque «su descripción es cierta, ¿no?». Si él ha aceptado siempre su posición de paria del instituto, ¿por qué no acepta la chica de turno su lugar en la jerarquía? Clay, como Quentin o cualquier otro personaje del mismo pelo, se quedaría callado, convencido de que, una vez más, no le entienden, de que no ha dicho nada malo. Frente a la falsa superioridad de los «misóginos adorables», Otis es consciente de su error. Entiende lo que acaba de ocurrir, lo que ha hecho mal, y se preocupa por arreglarlo. Por eso me fascina.

 

Otis Milburn es así es mayor exponente de la contradicción que caracteriza a la serie: una producción que idealmente no debería ser necesaria y que, sin embargo, se antoja tan vital como la intro para Nathan Brown. A Laurie Nunn y sus guionistas les gustaría tanto como a todos que la educación sexo-afectiva perteneciera a las aulas. Hasta entonces, la naturalidad con la que Maeve le enseña a Otis a poner un condón es bienvenida. Vendrán series mejores, se hablará mejor de lo que se trata aquí y, algún día, los Clay Jensen, Quentin Jacobsen y Leonard Hofstadter desparecerán. Esperemos, por fortuna, que permanezca la sinceridad de Otis y su capacidad para reconocer sus errores tan pronto como tienen lugar. Al fin y al cabo, Otis se arrepiente de sus palabras incluso pese a haber detectado su error al momento. Entiende que darse cuenta al instante es ya demasiado tarde. Porque on time is late, and late is unacceptable.

 

Noel Arteche

6/3/2019